





Ah, la ruana. Prenda ancestral, abrigo del campesino, testigo silencioso de madrugadas frías y trabajos duros. Y, cómo no, el accesorio estrella del político colombiano cuando huele elecciones. Porque si algo ha demostrado nuestra clase dirigente es que no siempre entiende al país… pero sí entiende el poder simbólico de una buena foto.
La escena es conocida: llega el candidato, traje bien planchado, sonrisa ensayada, discurso reciclado. Minutos antes de subir a la tarima, alguien —siempre alguien— le alcanza una ruana. No importa si nunca la ha usado, si no sabe cómo acomodarla o si la confunde con un poncho peruano. La ruana no juzga. La ruana transforma. En segundos, el político deja de ser abogado capitalino y se convierte en “hijo legítimo del altiplano”.
Es el cosplay perfecto. No exige coherencia, no pide reformas, no amenaza intereses. Basta con colgársela sobre los hombros y listo: empatía instantánea. Tradición garantizada. Conexión con el pueblo activada. Todo sin despeinar el discurso ni modificar una sola coma del programa de gobierno.
Eso sí, la magia tiene tiempo limitado. Antes de que aparezca el sudor, antes de que la incomodidad sea evidente, la ruana cumple su misión y se retira discretamente. Vuelve a su hábitat natural: el respaldo de una silla, el baúl de una camioneta blindada o el archivo fotográfico de la campaña. El político, por su parte, regresa a su traje, su aire de poder y su agenda de siempre.
Durante esos minutos gloriosos, la ruana carga con todo: identidad, cercanía, tradición… y uno que otro voto. Es una prenda noble, capaz de abrigar cuerpos y también conciencias, aunque sea de forma temporal.
La ruana abriga. El oportunismo de los viejos políticos, también. Y mientras sigamos creyendo que ponerse una prenda equivale a entender un país, seguiremos confundiendo símbolos con soluciones. En Colombia no necesitamos más ruanas de utilería. Necesitamos ideas frescas para cambiar la política. Y, sobre todo, necesitamos cambiar la política, cambiando a los políticos.
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