Algo extraño me ha sucedido con mi querida Universidad Pontificia Bolivariana. Luego de un conflicto que sostengo con el jefe de carrera de mi Facultad, de la cual soy egresado, por su acciones contrarias al respeto a mi familia, la convivencia y la verdad, y por las cuales cursan actualmente una denuncia en Fiscalía y otro par en la Inspección de Policía de El Retiro (en una de la cuales se ha negado a conciliar y en una de las cuales ya ha sido declarado infractor), dejé de poder publicar en el grupo público de la Facultaden Facebook.
En lo que parece ser un acto de censura, en consonancia con el acoso jurídico que viví por parte del mismo personaje -buscando que borrara una publicación en mis redes en las que develaba, con pruebas, el hecho de intolerancia del que habíamos sido víctimas mi familia y yo-, curiosamente dejé de acceder al Grupo oficial de Facebook de la Facultad de Publicidad de la UPB y luego, de contactar al decano de Ciencias Sociales, recuperé el acceso, pero aún sigo sin la posibilidad de publicar.
Enterado así de lo que podía estar sucediendo, me dirigí al decano de Ciencias Sociales Omar Muñoz, explicándole la situación. Su respuesta fue que no encontraba prueba de la censura y que posiblemente se debía a políticas de la plataforma digital. Sin embargo, en los meses anteriores y posteriores a mi carta era evidente que solo podía publicar la administradora del Grupo. Donde antes participaba activamente la comunidad de estudiantes y egresados ahora nadie más podía hacerlo, y mi página de Facebook no presentaba ninguna restricción que explicara el impedimento.
En días pasados, aproveché una reunión virtual a la que me citó la profesora de la Facultad y administradora del Grupo de Facebook para tratar de aclarar mi dudas, pero su respuesta fue que me dirigiera al área jurídica de la Universidad para obtener respuesta. El que nada debe nada teme, decían los abuelos ¿Será necesario tutelar mi derecho fundamental de información, participación y opinión? Una pena que se tramiten las diferencias de esta manera y que la Universidad que nos formó durante años en valores como la honestidad, nos trate ahora como extraños.
Me encontraba esperando el paso en la vía que conduce del sector de La María al municipio de El Retiro donde vivo. Era una curva, pero por fortuna había un operario que alternaba su paleta roja y verde con los letreros de pare y siga. Me enseñó el lado verde mientras en medio de la curva se veía a un obrero haciendo la señal de pare con las manos a quien fuera que viniese pero no sirvió, nos encontramos de frente mi predecesor y yo con otro par de carros que venían en sentido opuesto y sendos conductores enfadados. No lo podía creer, además de pasarse la señal se enojaban con los que llevábamos la vía.
Por la ventanilla le dije, muy calmadamente, a la mujer que conducía el primer auto, que tuviera en cuenta que le habían dicho que parara, mientras el hombre del carro de atrás gritaba y manoteaba mientras me miraba detrás de su vidrio polarizado. Supuse que no era una ópera lo que me dedicaba, de modo que, de repente, me encontré lanzándole improperios al conductor, yo sí con el vidrio abajo, mientras éste continuaba su perorata al estilo de la ópera. Cinco segundos después reflexioné. Yo, «todo un psicólogo», diciéndole «la grande» a otro ser humano en plena vía pública ¿Qué dirían mis perros si me vieran ladrar así? ¿Y qué diría mi madre o mi abuela? ¿Sabrían ellas mejores formas de insultar?
Un poco más abajo descubrí a otro operario, justo el del otro extremo de la vía, con su paleta roja y verde entre las manos y cara de confusión. Al parecer, él también le había dado la vía a los carros que venían, posibilitando el desafortunado encuentro de los carros que venían con los que íbamos, así que todos creímos que llevábamos la vía y que el otro era un irrespetuoso. De inmediato pensé en el tema de la cultura ciudadana y la difícil convivencia en urbes cada vez más abarrotadas.
A veces estamos tan convencidos de que tenemos la razón, que descartamos toda posibilidad de considerar que el otro tenga un buen motivo para hacer lo que hace. Claro, esto puede ser un caso excepcional pero demuestra que no se trata sólo de cumplir las normas de convivencia -pare y siga- sino también de mantener una perspectiva más amplia de la situación para considerar el punto de vista ajeno, por absurdo que parezca. El energúmeno que pita detrás nuestro puede ser un idiota impaciente, pero también puede ser un padre que lleva prisa para llevar a su hijo al médico. Seguramente sucede más lo primero que lo segundo, pero partir de la mala intención o del abuso del otro ayuda poco a la convivencia y la paz interior.
Tal como afirma el psicólogo estadounidense de origen israelí Dan Ariely, «A los humanos nos gusta pensar que somos objetivos, racionales y lógicos. Que tenemos la razón. Algunas veces es cierto, pero también hay muchas ocasiones en que nuestro sesgo cognitivo suele extraviarnos». Y en medio de ese extravío está la convivencia y buena parte de la violencia que padecemos día a día los colombianos. Por ejemplo, ¿sabía usted que la mayoría de los lesionados en los accidentes de tránsito en nuestro país, no provienen de los choques sino de los enfrentamientos entre los afectados?
Tenemos muchos problemas de convivencia en Colombia, y las vías son un caso especial. Es como si al subirnos a un vehículo (carro, moto, bus, incluso a veces patineta o bicicleta) nos transformáramos al mejor estilo del Hombre increíble -Hulk- y no pudiéramos controlar lo que sigue. Bruce Banner, protagonista de la serie, lo sabía y por eso advertía constantemente: «No soy yo cuando me molesto». Hombres y mujeres de trato dulce en persona pueden transformarse en verdaderos energúmenos al volante. El sentirnos rebajados en nuestra jerarquía, sumado al anonimato y la protección de estar dentro de un vehículo con la posibilidad de huir rápidamente, hace que pasemos fácil el punto de no retorno en el autocontrol.
Incluso algunas publicaciones hablan del Síndrome de Hulk o Trastorno Explosivo Intermitente (TEI) para referirse a las expresiones extremas de enfado, llegando hasta el punto de rabia incontrolada, que termina por configurar una reacción claramente desproporcionada con respecto a la circunstancia que la produjo. Nuestras calles y avenidas son testigos diarios de este suceso ¿No somos capaces de expresar la molestia de forma moderada? ¿Es todo o nada? Tal vez aquí yace, en nuestro caso, otro triste rezago de los narcos que nos obligaron a quedarnos callados hasta explotar.
No hay una solución mágica para la convivencia y menos con una naturaleza humana tan proclive a la autoconfirmación de su propia razón y la debilidad de su sistema de control, localizado en el recientemente adquirido lóbulo frontal. Sin embargo, es también esa naturaleza la puede ayudarnos a reconocer que en el otro hay alguien como nosotros y que puede equivocarse sin una mala intención. Respirar profundo, saber que al estar en un auto debemos tener precauciones adicionales sobre nuestras emociones y procurar no tomar los inconvenientes como algo personal, puede ayudarnos controlar un poco el Hulk que todos llevamos dentro.
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