El Hulk que todos llevamos dentro

Me encontraba esperando el paso en la vía que conduce del sector de La María al municipio de El Retiro donde vivo. Era una curva, pero por fortuna había un operario que alternaba su paleta roja y verde con los letreros de pare y siga. Me enseñó el lado verde mientras en medio de la curva se veía a un obrero haciendo la señal de pare con las manos a quien fuera que viniese pero no sirvió, nos encontramos de frente mi predecesor y yo con otro par de carros que venían en sentido opuesto y sendos conductores enfadados. No lo podía creer, además de pasarse la señal se enojaban con los que llevábamos la vía.

Por la ventanilla le dije, muy calmadamente, a la mujer que conducía el primer auto, que tuviera en cuenta que le habían dicho que parara, mientras el hombre del carro de atrás gritaba y manoteaba mientras me miraba detrás de su vidrio polarizado. Supuse que no era una ópera lo que me dedicaba, de modo que, de repente, me encontré lanzándole improperios al conductor, yo sí con el vidrio abajo, mientras éste continuaba su perorata al estilo de la ópera. Cinco segundos después reflexioné. Yo, «todo un psicólogo», diciéndole «la grande» a otro ser humano en plena vía pública ¿Qué dirían mis perros si me vieran ladrar así? ¿Y qué diría mi madre o mi abuela? ¿Sabrían ellas mejores formas de insultar?

Un poco más abajo descubrí a otro operario, justo el del otro extremo de la vía, con su paleta roja y verde entre las manos y cara de confusión. Al parecer, él también le había dado la vía a los carros que venían, posibilitando el desafortunado encuentro de los carros que venían con los que íbamos, así que todos creímos que llevábamos la vía y que el otro era un irrespetuoso. De inmediato pensé en el tema de la cultura ciudadana y la difícil convivencia en urbes cada vez más abarrotadas.

A veces estamos tan convencidos de que tenemos la razón, que descartamos toda posibilidad de considerar que el otro tenga un buen motivo para hacer lo que hace. Claro, esto puede ser un caso excepcional pero demuestra que no se trata sólo de cumplir las normas de convivencia -pare y siga- sino también de mantener una perspectiva más amplia de la situación para considerar el punto de vista ajeno, por absurdo que parezca. El energúmeno que pita detrás nuestro puede ser un idiota impaciente, pero también puede ser un padre que lleva prisa para llevar a su hijo al médico. Seguramente sucede más lo primero que lo segundo, pero partir de la mala intención o del abuso del otro ayuda poco a la convivencia y la paz interior.

Tal como afirma el psicólogo estadounidense de origen israelí Dan Ariely, «A los humanos nos gusta pensar que somos objetivos, racionales y lógicos. Que tenemos la razón. Algunas veces es cierto, pero también hay muchas ocasiones en que nuestro sesgo cognitivo suele extraviarnos». Y en medio de ese extravío está la convivencia y buena parte de la violencia que padecemos día a día los colombianos. Por ejemplo, ¿sabía usted que la mayoría de los lesionados en los accidentes de tránsito en nuestro país, no provienen de los choques sino de los enfrentamientos entre los afectados?

Tenemos muchos problemas de convivencia en Colombia, y las vías son un caso especial. Es como si al subirnos a un vehículo (carro, moto, bus, incluso a veces patineta o bicicleta) nos transformáramos al mejor estilo del Hombre increíble -Hulk- y no pudiéramos controlar lo que sigue. Bruce Banner, protagonista de la serie, lo sabía y por eso advertía constantemente: «No soy yo cuando me molesto». Hombres y mujeres de trato dulce en persona pueden transformarse en verdaderos energúmenos al volante. El sentirnos rebajados en nuestra jerarquía, sumado al anonimato y la protección de estar dentro de un vehículo con la posibilidad de huir rápidamente, hace que pasemos fácil el punto de no retorno en el autocontrol.

Incluso algunas publicaciones hablan del Síndrome de Hulk o Trastorno Explosivo Intermitente (TEI) para referirse a las expresiones extremas de enfado, llegando hasta el punto de rabia incontrolada, que termina por configurar una reacción claramente desproporcionada con respecto a la circunstancia que la produjo. Nuestras calles y avenidas son testigos diarios de este suceso ¿No somos capaces de expresar la molestia de forma moderada? ¿Es todo o nada? Tal vez aquí yace, en nuestro caso, otro triste rezago de los narcos que nos obligaron a quedarnos callados hasta explotar.

No hay una solución mágica para la convivencia y menos con una naturaleza humana tan proclive a la autoconfirmación de su propia razón y la debilidad de su sistema de control, localizado en el recientemente adquirido lóbulo frontal. Sin embargo, es también esa naturaleza la puede ayudarnos a reconocer que en el otro hay alguien como nosotros y que puede equivocarse sin una mala intención. Respirar profundo, saber que al estar en un auto debemos tener precauciones adicionales sobre nuestras emociones y procurar no tomar los inconvenientes como algo personal, puede ayudarnos controlar un poco el Hulk que todos llevamos dentro.

Un año echando carreta en Consejo de Redacción de Teleantioquia

Había decidido lanzarme al Concejo Municipal de El Retiro para trabajar por los animales, la cultura y el empleo. Decidido a comenzar a trabajar me reuní con los animalistas del municipio y con algunos políticos. Todos manifestaron su apoyo y agradecieron que alguien tomara las banderas de estas importantes causas, sin embargo pocos aparecieron a la hora de conseguir donaciones para la campaña y mucho menos para dar la cara para los apoyos políticos.

Una mañana de julio, a pocos días de que se cerraran las inscripciones de candidatos, me llamó Mabel López, la gerente de Teleantioquia, a ofrecerme el cargo de analista político para el noticiero de la mañana del canal, pero me advirtió que no podría ser candidato por asuntos de conflicto de intereses. Le pedí que me dejara pensarlo y asistir un par de días a la emisión para poder evaluarlo.

Al final, decidí renunciar a mi candidatura, ya maltrecha, y apuntarme al inmenso voltaje de levantarme todos los días a las 4 de la mañana y practicar el deporte extremo de dar mi opinión al aire. Es claro que cuando digo A se enojan los de B y cuando digo B se enojan los de A, y cuando digo A y B se enojan ambos porque no tomo partido. Pero ya me he ido acostumbrando, no puede ser de otro modo.

A lo que aún no me acostumbro, y creo que nunca lo haré, es a la actitud de algunos personajes, que cuando algo no sale como se supone que debe salir, reclaman airadamente y hasta gritan y dan golpes en la mesa. Dicen que es muy común en este medio este tipo de conductas, por lo que seguramente no tengo perspectivas muy prometedoras en los noticieros. Ya veremos que nos depara el futuro y la vida, siempre generosa.

De momento les comparto algunas de este año lleno de emociones, en el que he aprendido mucho de la realidad de este país, de los medios de comunicación pero por sobre todo de la naturaleza humana de quienes día a día tenemos que dar la cara para informar a las personas y asumir el inmenso riesgo de acertar de vez en cuando o de equivocarnos constantemente.

El precio del paraíso

Hoy me levanto en las mañanas y veo el sol salir entre nubes y montañas mientras los pájaros cantan y mis perros corretean por la casa. Es un lindo sueño hecho realidad en el que desperté luego de una horrible pesadilla. La pesadilla de construir teniendo que conocer el lado vil y oscuro de muchos, no todos, quienes en un principio se muestran como gentes buenas que quieren ayudarte a alcanzar tus metas, pero que realmente no tienen otras metas distintas a las suyas propias. Algo muy inhumano de nosotros los humanos.

«Te veré construir», decían los abuelos, como lanzando una maldición, para referirse a las dificultades inimaginadas que entraña construir una casa. Cuando mi tío Benjamín se enteró de que yo comenzaría la obra de mi finca, me advirtió que si uno quiere desearle el mal a alguien, debería desearle que construyera algo. No le creí ¿Por qué habría de ser una misión imposible dar vida a los sueños de obras civiles? Seguramente era un problema de paciencia, tan escasa en mi familia. No sospechaba lo que se avecinaba.

Buscando el lote

Pasé casi tres años mirando lotes en Santa Elena, Rionegro, Marinilla, La Ceja, El Carmen de Viboral y El Retiro, con la idea de tener un espacio donde vivir con mis perros, cerca de la ciudad. Así podría combinar el gusto por el campo y su tranquilidad con mi labor como publicista, psicólogo y docente. Viví alquilado en Rionegro y Santa Elena, me fui a vivir a Europa y regresé para seguir mirando. Finalmente encontré en la vereda Pantanillo de El Retiro, uno que me gustó y se acomodaba a mi bajo presupuesto para la zona.

La pendiente pronunciada del terreno, se compensaba con una hermosa vista del Valle del río Pantanillo. Mi idea era no hacer ninguna explanación que no fuese absolutamente necesaria para proteger el suelo y evitar problemas a futuro con aguas y deslizamientos. Tenía prisa de volver a vivir con mis perros, pues en la casa de mis padres, donde me recibieron después de regresar de Europa, no podía tenerlos a todos. Así que contraté una retroexcavadora para que abriera la carretera y un pequeño patio de maniobras para colocar los materiales de la obra, mientras esperaba que Catastro de El Retiro legalizara los papeles de posesión.

Llega Godzilla

La retroexcavadora, en menos de dos días, había mordido buena parte del terreno como si fuera Godzilla comiéndose a Nueva York. Las curvas del terreno que pedí se tuvieran en cuenta habían sido olvidadas. Una línea recta trazaba el camino de arriba a abajo, terminando en un patio de maniobras como un cráter de cinco metros de profundidad, ¡así se hace en Antioquia de hacha y machete, carajo! Nos gusta tumbar el monte y volverlo una mesa de billar aunque, evidentemente, no es mis caso.

Terminando su función, la retroexcavadora fue víctima de su propio invento y se deslizó en la carretera, obligando a que vinieran a sacarla, y dejándome la vía de acceso con un mordisco que hubo luego que llenar con la tierra que no se había tragado el monstruo de la pala mecánica. Ahora venía el estudio de suelos y el plano topográfico para poder hacer el plano de la casa y pasar los papeles a Planeación para el permiso de construcción.

La empresa de mi tío José Ignacio realizó el estudio de suelos a cambio de que le diseñara el sitio web de su empresa, y el plano topográfico lo levantó una chica que trabajaba en el sector. Parecía que el problema de la retroexcavadora sólo sería una pequeña dificultad del pasado. Para realizar los planos arquitectónicos de la casa me recomendaron en El Retiro a Verónica Ríos, una arquitecta que trabajaba en la alcaldía y a la que rápidamente le note las pilas y los deseos de hacer algo interesante con el terreno.

Comienzan las demoras

Había comprado el lote en febrero y habían pasado tres meses desde entonces. Verónica se comprometió a pasarme una idea inicial para mayo y ayudarme con la gestión de los permisos en la administración municipal, pero llegó julio y aún no había nada. Había perdido dos meses esperando el diseño de la casa que nunca llegó pues ella estaba muy ocupada. De modo que comencé de nuevo la búsqueda de un arquitecto para el hogar de mi manada. Ninguno de mis amigos arquitectos se reportó ante mis mensajes de auxilio. En la inmobiliaria que me ayudó a conseguir el lote, me recomendaron a Antonio Ramírez y su negocio de construcción -Construimos-. Lo llamé y su amabilidad y practicidad me llenaron de esperanza. ¡Estaba de nuevo en camino!

«Hace tiempo queremos hacer algo así, modular y rápido, comencemos», me dijo Antonio. Definimos que la estructura sería metálica y la casa partiría de un rectángulo de 12 x 6 metros para optimizar el corte de las vigas de acero. Así entonces, Daniel, el arquitecto, comenzó a darle vida a mi casa en AutoCad. Sería como el primer vagón de un tren que después podríamos repetir cuando hubiese presupuesto. Yo estaba feliz con lo que comenzaba a ver. Finalmente se integró el diseño arquitectónico con el estudio de suelos, el cálculo estructural y los planos topográficos para enviar los papeles a Planeación.

Por fortuna en la dependencia trabajaba Andrés Jair Castaño, hermano de una exnovia, que seguramente me ayudaría a agilizar el proceso ¿Agilizar? Me equivocaba de cabo a rabo. Entre ires y venires, le entregué los papeles faltando dos meses para finalizar el año, y cuando la nueva administración municipal se posesionó en enero, ya sin mi ex cuñado en su plantilla, aún no tenía aprobado nada del permiso. Curiosamente fue Verónica, que continúo como servidora pública en la administración de su primo, quien aprobó el oficio de mi obra en febrero.

Arranca la obra

Todo este tiempo que pasaba, lo vivía alquilado en una pequeña finca que encontré cerca de la biblioteca rural El Laboratorio del Espíritu, dirigida por mi buena amiga Gloria Bermúdez. No tenía prisa por marcharme de este hermoso lugar donde conocí a Lucas, Cuba, La Negra y otros hermosos perros, pero si quería comenzar pronto a darle vida a mi sueño. De modo que comencé a realizar las fundaciones de la obra. Cinco metros de profundidad enterrando hierro y cemento para cumplir con la norma, me tomaron otro mes.

Uno de los diez pilotes que sostendrían la casa se hizo a diez centímetros de donde debía estar, de modo que cuando comenzaron a soldar la estructura metálica, los pilotes no coincidían con las columnas. Debimos añadir un pedazo de viga al lado derecho de la casa, para solucionar el inconveniente de las fundaciones, pero no el de la estructura ¿El de la estructura? Sí, el calculista al ver la imagen que le envié del problema con los pilotes, descubrió que el arquitecto había encargado vigas en H y no cuadradas, con las que se habían hecho las operaciones de resistencia.

Eran más de treinta millones de pesos en materiales que ya habían comenzado a tomar forma y no podíamos devolver fácilmente a Ferrasa, que pedía lo humano y lo divino para realizar el cambio (Lea también Ferrasa, el culto al mal servicio). Así que debimos volver a calcular la estructura, que por fortuna funcionaba, y cambiar un par de vigas del techo para disminuir el peso total. ¡Qué alivio! Pero poco duraría esa sensación. Rubén, el trabajador de Antonio, me pasó una factura en la que, además de la nómina de los trabajadores, me cobraba cerca de un millón y medio de pesos a la semana, por alquiler de equipos y supervisión de la obra ¿En qué consistía entonces la supervisión de la obra de Construimos?

Me cansé de llamar a Antonio y de ponerle mensajes, pasé un par de veces por su oficina. Nunca estaba o no respondía. Al final me dejó razón con uno de los trabajadores de que no podía continuar con mi obra. De modo que la dejó tirada y debía volver a conseguir a alguien que tomara el relevo. Antonio se hizo exitoso después de trabajar en la secretaría de Planeación de El Retiro, donde comenzó su empresa de construcción de parcelaciones y fincas. Lo mío seguramente le representaba más inconvenientes que ganancias.

Al caído caerle

Debe existir un nombre para el fenómeno psicológico de aprovecharse de quien tiene problemas, no lo conozco en palabras pero sí en carne propia. El mayordomo de la finca de al lado, que me ayudaba con algunas cosas, comenzó a inventar cobros por arreglos de luz o a justificar más días de trabajo de los que acordamos. Del depósito de materiales me llamaban a cobrar enojados, dos meses antes de la fecha de vencimiento de las facturas, y tardaban en recoger las herramientas para facturar más. Con todos tuve agrias discusiones para que se comportaran con sensatez.

Por su parte, mis vecinos de al lado, sendos profesores universitarios, comenzaron a hacer una explanación en su lote, tirando tierra por volquetadas que pasaban a mi lote haciendo un desastre. De nada sirvió que Luis Carlos Toro y Ana María López me conocieran y que les pidiera personal y amablemente el favor de que quitaran la parte que me afectaba. Se hicieron los locos con el tema, como suelen hacer muchos colombianos, esperando que las cosas se dilataran y se olvidaran. Y así parece que sucederá con los oficios que Planeación y la Inspección de Policía les han enviado durante un año para que hagan una cuneta que recoja el agua que evitaría buena parte de los perjuicios.

Llega la peor pesadilla

¿Y la construcción? Confiado en que ya había pasado lo peor, contacté a la gente del depósito de materiales del pueblo, al calculista y a mi hermano Juan David, que trabaja en la empresa de ingeniería civil de mi tío, para que me recomendaran maestros de obra para realizar la parte de mampostería que había quedado pendiente. Me entrevisté con por lo menos cinco oficiales y revisé sus cotizaciones, tan disímiles como sus personalidades, y al final me decidí por Héctor Hernández del municipio de Girardota. Espero que algún día alguien Googlée su nombre y encuentre esta referencia de su trabajo.

Su tono amable, la visita con su pequeño nieto para ver la obra y la recomendación de mi hermano, me convencieron. Hoy, meses después, miro en retrospectiva y trato de entender la peor decisión que tomé en toda la obra y veo que me ganó el corazón. Era evidente que, por lo menos, sería un problema su transporte desde Girardota hasta El Retiro. «Uno va donde está la comida», me decía. «Héctor es un buen tipo y además es muy pulido», me dijo mi hermano. Esas dos frases sentenciaron mi suerte por los siguientes tres meses.

Héctor comenzó a ir con uno o dos trabajadores a poner el techo y luego el piso. Las cosas iban bien. Me pidió un pequeño adelanto para transporte y no hubo problema. La obra había comenzado a avanzar y me sentía feliz de ver por fin techos y paredes. Yo había contratado a un arquitecto que visitaba la obra cada dos semanas para ver los avances y hacer las recomendaciones. La segunda vez que vino fue evidente el malestar de Héctor con sus sugerencias. Hacía caso de mala gana al principio y luego encontraba mil excusas para explicar porque había que hacer las cosas cómo él decía y no el arquitecto.

Sin embargo, hubiera sido menos peor que hiciera las cosas a su manera, pero que las hiciera, o al menos que terminara algunas. Pero comenzó a irse desde los jueves a otra obra que tenía mi tío, el jefe de mi hermano, en una de las casas que compra en remates judiciales para arreglar y luego vender. Supuse que no había remedio. No iba a torpedear el negocio de un familiar que además me había echado una mano en este asunto de la construcción. Cada vez le rendía menos al hombre y cada vez pedía más plata. Yo hacía un corte de pagos semanalmente sobre el avance de la obra, y hubo un momento en que los pagos comenzaron a superar lo hecho en casi tres millones de pesos.

Solo en la oscuridad

Le comenté al susodicho que debíamos comenzar a terminar los pendientes antes de hacer nuevos pagos. De inmediato se indignó diciendo que el avance era mayor y que no podía trabajar más pues sus pobres trabajadores aguantarían hambre. Lo que comenzó con una cotización de siete millones de pesos, ya iba en consignaciones por veinte millones debido a los adicionales. Ante la evidente calamidad que se avecinaba llamé a mi tío José Ignacio para que me ayudara a presionarlo. Finalmente, Héctor trabajaba para él en varias obras y seguramente no querría perder la oportunidad de futuros contratos. Cuando finalmente logré comunicarme con el hermano mayor de mi madre y explicarle la situación, su respuesta me dejó frío: «eso debe ser un problema de manejo tuyo, porque a nosotros nos ha ido muy bien con él».

Le dije que Juan Carlos Urrego, sobrino de su esposa y arquitecto supervisor de mi obra, daba cuenta de las graves faltas de este señor. Incluso de su mala fe, pues cuando iba el arquitecto le hablaba mal de mí y cuando iba yo me hablaba mal del arquitecto. A pesar de que le presentábamos las cuentas y pagos cada ocho días, nunca nos quiso presentar las suyas. Utilizaba el viejo truco de ofuscarse para no responder. Me parecía inaudito que mi tío pudiera dar más crédito a un trabajador de sus obras que a su sobrino. Seguramente era que no había visto el estado de la obra, así que lo agregué al chat de WhatsApp que tenía con mi hermano y el arquitecto, para que viera con sus propios ojos las imágenes del asunto. «José Ignacio has left the group», leí a la mañana siguiente. Estaba solo.

Bueno, no tan solo. Mi hermano Juan se echó encima la labor de convencer al tipo de que retomara la obra para terminar los pendientes. Aceptó pero con la condición de hacer borrón y cuenta nueva del saldo pendiente (reconociendo así su deuda moral), además de un anticipo para pasajes. ¿Una estupidez hacer de nuevo tratos con el diablo? No lo sé. Intenté infructuosamente conseguir por esos días a alguien que terminara la obra, pero el exceso de demanda en la región, ha hecho que los obreros se den el lujo de rechazar trabajos permanentemente.

Con la ayuda de mi amiga abogada Clara Mira, redacté un contrato, firmée, consigné y cerré los ojos. ¿Mejoraron las cosas? Claro que no. Cada día había un nuevo inconveniente. Que no aprobaban la conexión de la energía de EPM, que se habían robado el riel para instalar el clóset, que las ventanas habían quedado malas por no habérselas mandado a hacer a él, que no se podía instalar un sensor de movimiento porque chispeaba con la lluvia. Todo falso, como lo comprobarían los trabajadores que llegaron después a deshacer los daños, con la cara de quien vio amanecer a Pompeya después de la erupción del Vesubio.

Quebró la cabina del baño y no contó, instaló al revés las tuberías de agua fría y caliente, hizo la puerta de entrada a la finca de tal forma que no entraba ni una camioneta mediana, de las tres varillas para hacer los polos a tierra (cada una con un valor cercano a los $250.000) sólo instaló una y las otras dos se desaparecieron. Los salpicaderos de granito del baño y la cocina dijo que los recibió quebrados, así que hubo que mandarlos a hacer de nuevo. EPM vino a revisar cuatro veces sus instalaciones eléctricas y siempre las rechazó, no sucedió lo mismo con el acueducto pues no había quien lo revisara pero el pozo séptico lo dejó a la mitad. Rayó los vidrios de las ventanas con el movimiento de los materiales y luego tuvimos que rectificar paredes y pisos pues no quedaron aplomados, y un larguísimo etcétera que todavía estoy solucionando.

Saliendo de nuevo a la luz

Mientras sucedía todo ésto, había vencido mi contrato de arrendamiento ¿Qué haría con mi mudanza? No tenía aún como llevarla a mi nueva casa y no debía hacerlo con los antecedentes de quien pasaba allí todo el día trabajando. El arrendador amablemente me dejó vivir un par de meses más en su finca pero comenzó a mandar a sus trabajadores a hacer algunas adecuaciones que quería, para regresar a habitar la finca. De modo que yo tenía que tragar cemento por partida doble.

Pero no todo era malo. En esos constructores estaba Carlos Cardona, un maestro de El Retiro, que yo había llamado antes de comenzar la obra pero que nunca me contestó. Carlos estaba disponible para la semana siguiente, en la que finalizaba el tiempo de entrega que tenía el diablo de mi obra. Aunque no creo en milagros, fue como si se me apareciera la Virgen. Carlos retomó el monstruo en el que se había convertido la obra, y lo amansó al punto de hacerla habitable. Un mes después me mudé.

Hoy despierto en un paraíso llamado B-612 en homenaje a El Principito, el hermoso libro de Antoine de Saint-Exupéry, y aunque cada día encuentro una nueva cosa por hacer para remediar las secuelas del desastre, me levanto feliz en la mañana en la presencia de Lola, Tina, Moni y Paco, mi hermoso labrador que murió un mes antes de que nos pasáramos a habitar el nuevo hogar de la manada, pero que nos acompaña en su sueño eterno desde el chirlobirlo que plantamos sobre su tumba en la parte de arriba. Además, ¿saben qué? Tenemos un nuevo miembro en la familia: un caballo. Hoy lo adoptamos en el paraíso donde el precio de las cosas se mide por la alegría de finalmente estar juntos.