



En Colombia existen dos tipos de emprendedores: los que lo hacen por pasión y los que lo hacen por necesidad. La gran mayoría pertenece a este segundo grupo: personas que, ante la falta de oportunidades laborales, deciden crear su propio sustento. Sin embargo, el sistema les pone todas las trabas posibles.
El papeleo, los costos y la burocracia que se requieren para formalizar una empresa son tan excesivos que muchos terminan en la informalidad. Los trámites son lentos, costosos y, en muchos casos, innecesarios, lo que hace que el emprendedor sienta que está cometiendo un delito por querer trabajar legalmente.
Ser independiente o microempresario en Colombia no solo requiere esfuerzo y creatividad: también exige soportar una pesada carga fiscal y parafiscal. Impuestos, aportes, retenciones, reportes, contribuciones y formularios convierten la formalización en un lujo que muchos no pueden pagar.
Esto no es un problema de ética ni de voluntad empresarial. Es un problema de diseño institucional. Los incentivos actuales castigan al que quiere hacer las cosas bien. En vez de favorecer la formalización laboral y el empleo digno, el sistema expulsa al pequeño empresario hacia la informalidad.
Colombia necesita un Estado que entienda que los emprendedores son aliados, no sospechosos. Un Estado que reduzca la carga tributaria sobre los pequeños y medianos empresarios, que simplifique los trámites y que premie la generación de empleo formal. Si de verdad queremos una economía sólida y justa, debemos cambiar la política económica y cambiar a los políticos que la han diseñado pensando en recaudar más, no en producir más.

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