Gamín, mi primer perro, y Nerón


No sé si fue su presencia la que despertó en mi alma el amor y la compasión que siento por los perros. Lo cierto es que algo dentro de mi se movía cada vez que veía a «Min», como le decía con mi incipiente lenguaje de Homo sapiens, con poco más de un año de edad. Al parecer el perro había llegado como un regalo del cultivo de flores donde trabajaba mi padre en el municipio de La Ceja.

De allí debimos trasladarnos a vivir a Fredonia pues mi papá había comenzado a trabajar con la Federación Nacional de Cafeteros, pero mi sistema respiratorio se resintió bastante de modo que a los tres meses mis padres decidieron mudarse para Medellín. Allí comenzó mi nueva familia a construir su casa en el barrio Niza, mientras Gamín nos acompañaba. «Gamín vivía en la terraza en una casita que le hicimos, pero luego con el cemento y el trajín de la construcción, los llevamos a la finca del abuelo», relata mi madre.

En estos días, conversando con ella y con mi padre, hemos tratado de recordar más partes de la historia de Gamín, la historia de mi primer perro. Pero los recuerdos son borrosos y la memoria comienza a inventar escenas ante la solicitud de información precisa. Solo nos quedan unos pocos mojones en la corteza cerebral, que nos dicen que vivió con nosotros un tiempo y luego fue llevado a la finca de mi abuelo en Támesis y a partir de allí, el olvido hace presencia.

En la finca de mi abuelo también conocí a Nerón. Otro hermoso pastor alemán, que al igual que Lola y Gamín, han acompañado mi paso por este mundo. Nerón era especialmente fiel y amoroso. Yo ya tenía cerca de catorce años, de modo que salía a trotar todos los días en compañía de él y luego me sentaba a leer junto a la alberca de la casa en su compañía. Un día me enteré de que habían encontrado muerto a Nerón, alguien lo había envenenado. Nunca olvidaré la última vez que lo vi, corriendo incesante tras del carro.

Yo era un niño, no podía decidir si lo llevábamos o no, como tampoco pude decidir si Gamín se quedaba con nosotros. Desde pequeño he sentido una enorme frustración por esa falta de independencia. Es extraño pero así ha sido. Por eso he procurado construir una vida que me permita responder por mí, en la medida de lo posible. Mi empresa, mi casa y mis perros son los pilares de ese espacio, que ahora comparten conmigo Lola, Tina y Paco.

Este texto es un pequeño homenaje a la vida de Gamín y de Nerón, y también una pequeña batalla contra el olvido. Un olvido que nos arrebata los pocos recuerdos que nos quedan de Gamín y los momentos que aún conservo de Nerón. Ambos perros, uno mío y el otro de mi abuelo, hacen parte de este recorrido por los canes con los que he tenido el gusto de compartir mi vida y que al ser escritos en versión digital, tienen la ventaja de poder alimentarse a medida que el cruel olvido libera algunos recuerdos.

Artículo sobre la doble moral animalista, entre los más compartidos

 

Al día de hoy, mi artículo Las contradicciones morales de algunos animalistas, ha sido compartido 1.641 veces en Facebook, convirtiéndolo en una de las publicaciones de la categoría animalista, más compartidas en Colombia durante esta temporada. Un artículo polémico que busca abrir la discusión argumentada sobre la doble moral con la que actuamos en ocasiones lo que queremos a los animales. Gracias a todos los que han contribuido con este logro, incluso lo que me han insultado al sentirse tocados, pues esto ha hecho que más lectores se interesen en el tema.

Paco, el abuelo de la manada

Anochecía y yo salía de la finca en Sajonia a ver una película de cine en Rionegro. Lo vi caminando a un lado de la vía, de modo que detuve el auto y me bajé para llamarlo. Gloria, la dueña de la finca, me contó que había perdido su labrador hacía un año. Traté de acercarme pero no se inmutó y siguió su camino hacia el claro del bosque cerca de la casa.

Pregunté al día siguiente si se trataba del perro de doña Gloria pero me dijeron que este era un labrador «colimocho» que se la pasaba nadando en el riachuelo, cerca de la finca, y que venía a dormir en las noches en medio de los pinos. No se trataba del mismo entonces. Oso, tiempo después me enteraría que era su nombre habitual, comenzó a quedarse en las mañanas en la finca mientras le servía la comida a Lola, sus cachorros y Manolo.

Tenía diez perros y con Oso serían once, de modo que trataba de ahuyentarlo, pero ante el menor descuido, estaba nuevamente comiéndose el cuido de mis perros. Debo reconocer, con pena, que ensayé persiguiéndolo con palos y piedras (con afortunada mala puntería casi siempre) pero el perro se quedaba cada vez más tiempo en la mañana y regresaba cada vez más temprano antes de finalizar el día. Como yo dejaba abierta la puerta de la casa para que mis perros entraran y salieran, Oso comenzó a hacer lo mismo.

Dejó de dormir en el bosque y comenzó a hacerlo en la entrada de la puerta. Un día en la mañana, estaba yo sirviendo el desayuno de Julia, mi exesposa, Lola, Manolo y yo (ya los hijos de Lola habían sido dados en adopción), mientras Oso, es decir Paco, aguardaba alerta bajo el marco de la puerta por si me veía venir. Puse dos platos en la mesa y tres en el piso. Julia no tardó en notarlo y se rió. Paco entró sigiloso, comió rápidamente y se fue. Esa sería la última vez que se iría.

Paco se quedó a vivir con nosotros. Lo bauticé así pues me parecía que hacía juego con los otros dos nombres de origen ibérico de nuestros perros. Tenía una infección en los oídos terrible que se olía a dos metros de distancia y que se alimentaba con sus jornadas diarias de natación. Le pregunté a Alejandra, la veterinaria que estaba atendiendo a Lola, qué podía darle y me recomendó que tomara una pluma para echarle un poco de Veterina en los oídos.

Días después, el globo ocular izquierdo de Paco se puso totalmente rojo, y cuando regresó a su color blanco habitual, había perdido la visión de ese lado. No sé, o no quiero saber, si fue la infección, un golpe o el tratamiento con Veterina lo que produjo este desafortunado resultado. Seguramente fue lo último. La otitis desapareció pero mi querido perro nunca más volvió a ver por ese ojo. Ahora cuidamos la evolución de la catarata del ojo derecho con la ayuda del doctor Graciano en la Facultad de Veterinaria de la Universidad de Antioquia.

La pasión de Paco por el agua no tiene comparación. Puede quedarse nadando todo el día. De hecho, en un reciente festival canino en el parque ecológico Los Salados, una lancha de rescate fue por Paco al creer que se estaba ahogando. Llegaron con aire triunfante a la orilla a entregármelo, solo para darse cuenta de que cinco minutos después estaba nadando feliz, exactamente en el mismo punto donde lo habían rescatado.

Pero lo que más me gusta de Paco es su perronalidad, es realmente el abuelo de la manada. Tierno, tranquilo y firme. Manso pero no menso. Desde que tenga su pelota en la boca, todo está bien. «Pace and love» diría si fuera humano. Si algún perro lo molesta, primero le gruñe varias veces antes de simular un ataque por medio de un ladrido. Al principio peleaba con otros machos con bastante frecuencia, seguramente fruto de la vida que tuvo como perro guardián de un depósito de máquinas, pero hoy es escaso ese comportamiento.

Ahora tiene cerca de once años y es el polo a tierra de la manada. Con su caminar desenfadado y su media cola moviéndose todo el tiempo, pone de buen genio a todo el que lo ve. Saluda pero no suelta la pelota. Es su amuleto de la buena suerte. Tengo mucho que agradecerle a Paco pues, entre todos mis perros, es el más calmado y el que más me ha facilitado las cosas para trajinar con la manada. Si el cielo de los perros existe, con seguridad que Paco tiene su piscina reservada allí.

Lola, la jefe de la manada

Me asomé por la ventana y vi un pastor alemán caminar tras la cerca con un andar lento y apesadumbrado. ¡Qué pereza un perro grande aquí! Pensé. Hoy no sé exactamente por qué vino a mi mente esa idea. Supongo que se debía a que había tenido toda una generación de pinschers miniatura. Canela, Pimienta y Chocolatina y ahora la familia de Julia, mi exesposa, tenía a Chepe, otro hermoso murciélago sin alas. No volví a saber del pastor hasta el siguiente fin de semana que regresé a la finca.

Jaime, el viviente de la finca, debió ir a pedirme algo para el perro o mientras nos ayudaba a arreglar el lavaplatos, que había hecho agua, pudo comentarnos que semanas antes una perrita había dado a luz a ocho cachorros en un claro del bosque. La verdad no sé. Solo sé que ahora estaba con ellos en el cambuche. Me acerqué y caí enamorado. Mi corazón nunca volió a ser el mismo. Era la madre absolutamente buena de la que hablaba Winnicott en sus elucubraciones de psicología dinámica. Se encontraba desnutrida y gimiendo pero no dejaba de amamantar a sus hijos y de acompañarles todo el tiempo.

La invité a seguir a la casa y comenzó a raptar por el suelo llena de miedo. El anterior inquilino, hermano del alcalde de Rionegro, la había dejado abandonada en la finca seis meses atrás y seguramente le enseñó que no podía ingresar allí. Julia y yo, buscamos un par de galletas y se las fuimos dando a medida que avanzaba hacia el interior. Las comió y salió corriendo a donde sus hijos. Luego fuimos por ellos y también los entramos a la casa para evitarles, por lo menos unos días, el gélido frío de las noches antioqueñas en Sajonia.

Era tal la el aparente infortunio de aquella pastor alemán, que Julia decidió llamarla Lola, en honor a la famosa telenovela de los años 80 llamada Lola calamidades. Lloraba al alimentar a sus cachorros cuando comenzaron a dentar pero no los quitaba de sus pezones. Si ellos lloraban, ella lloraba también. Siempre estaré agradecido con la médica veterinaria Catalina Yepes, que amablemente se ofreció a ir a revisar a Lola y sus cachorros para darme las recomendaciones pertinentes sobre el cuidado, las vacunas y la alimentación de mi nueva manada.

Comencé a buscarle hogar a los hijos de Lola, colocando afiches en las tiendas agropecuarias y las clínicas veterinarias de Llanogrande y publicando imágenes en Facebook. A diferencia de lo que sucede con los perros adultos, con los cachorros no tardé más de quince días en lograrlo. A Julia se le salían las lágrimas mientras distraíamos a Lola para dar en adopción algún cachorro, pues Lola luego se percataba de su ausencia. No olvido la exhaustiva inspección de Lola a mi carro, luego de que me llevé a una de las cachorras para entregarla en Medellín. Repitió el procedimiento durante varios días.

Cuando llegaba los jueves en la tarde, Lola me estaba recibía con un grito de emoción y cuando nos íbamos los domingos en la tarde, había que encerrarla en el garaje para que no saliera detrás. De hecho un par de veces, ya llegando al peaje de la variante del aeropuerto, ubicado a cerca de 20 kilómetros de Sajonia, debimos regresar porque Jaime nos avisaba que Lola se había volado del garaje y estaba corriendo como loca por la carretera rumbo a Medellín.

Las cosas no iban bien con mi querida Julia, de modo que comencé a pasar más tiempo en la finca, desde donde podía trabajar, y tomar un poco de distancia para reflexionar. Allí también vivía con Manolo, un perro que habíamos recogido en Carlos E. Restrepo y Paco, un labrador colimocho que vivía en un depósito de máquinas cerca a la vía principal y que iba por las noches a dormir y a robarse la comida de Lola y los cachorros.

Lola aprendió a subir escalas, pues no sabía. El primer día que la subí al segundo piso de la finca, saltó por el balcón. Creí que se había lastimado pero su agilidad era a toda prueba. En las mañanas hacíamos clases de adiestramiento con galletas. Manolo no lograba asociar el estímulo con la conducta y Paco y Lola se preguntaban porque el Homo sapiens era tan torpe para entregarlo. Sin embargo los dos últimos aprendieron a condicionarme para darles galletas cuando uso los comandos sit y plas.

Cuando finalmente Julia y yo nos divorciamos. Debí entregar la finca pues no tenía como pagar el arriendo y la cuota del banco del apartamento en Carlos E. Decidí llevarme a Lola conmigo, Julia se llevó a Manolo y hablé con el nuevo inquilino de la finca, que montaría un criadero de perros, para que se quedara con Paco, que disfrutaba enormemente nadando en el riachuelo que pasaba cerca, y con el compromiso de que yo lo sostendría económicamente mientras aparecía algún adoptante. Así fue durante dos semanas durante las que regresé por algunos enseres y siempre encontraba algún cachorro del criadero, muerto por moquillo.

Por obvias razones Paco ahora también vive conmigo pero esa es otra historia, la historia de Paco, el abuelo de la manada.