Sin mercado no hay Estado

En América Latina persiste una idea profundamente arraigada: que el mercado es el enemigo y que el Estado debe erigirse como su antagonista natural. Esta visión, heredada de décadas de discursos maniqueístas de la guerra fría —donde todo se resuelve con Estado o con Mercado—, ha llevado a políticas que debilitan la capacidad de generar riqueza y, paradójicamente, limitan la acción del propio Estado. Sin embargo, una verdad fundamental suele ignorarse en este debate: sin mercado no hay Estado posible.

El mercado no es un fin en sí mismo, sino una herramienta. Es el mecanismo mediante el cual millones de personas, a través del intercambio voluntario, la innovación y el emprendimiento, generan valor, empleo y riqueza. Esa riqueza es la que posteriormente permite al Estado recaudar impuestos y cumplir con sus funciones esenciales: garantizar derechos, proveer bienes públicos, reducir desigualdades y combatir la pobreza. Pretender fortalecer al Estado asfixiando al mercado es una contradicción que termina perjudicando a quienes más se busca proteger.

La historia económica es clara al respecto. Los países que han logrado reducir la pobreza de manera sostenida no lo han hecho mediante la supresión del mercado, sino mediante su aprovechamiento inteligente. Donde hay reglas claras, competencia, seguridad jurídica y apertura a la innovación, florecen la productividad y el crecimiento económico. Allí, el Estado encuentra los recursos necesarios para invertir en educación, salud, infraestructura y protección social.

En contraste, cuando el Estado intenta reemplazar al mercado o intervenirlo de forma excesiva, los resultados suelen ser ineficiencia, informalidad y estancamiento. La centralización de decisiones económicas no solo limita la creatividad y la iniciativa individual, sino que también concentra poder y reduce los incentivos para producir y emprender. El resultado es un círculo vicioso: menos crecimiento, menos recaudo y un Estado cada vez más débil para atender las necesidades sociales.

Esto no significa abogar por un mercado sin reglas ni por un Estado ausente. Por el contrario, el rol del Estado es fundamental: debe establecer marcos regulatorios modernos, promover la competencia, corregir fallas del mercado y garantizar que los beneficios del crecimiento lleguen a toda la sociedad. Pero para cumplir ese rol, necesita una economía dinámica que lo sustente. Un Estado fuerte requiere, primero, un mercado fuerte.

El verdadero enemigo no es el mercado, sino la pobreza. Combatirla exige abandonar prejuicios ideológicos y apostar por soluciones pragmáticas que fomenten la generación de riqueza y su adecuada redistribución. En países como Colombia, el desafío no está en elegir entre Estado o mercado, sino en entender que ambos se necesitan mutuamente para desarrollar un país. Solo reconociendo esta relación podremos construir sociedades más prósperas, justas y sostenibles.

La ruana: ese milagro textil de la política colombiana

Ah, la ruana. Prenda ancestral, abrigo del campesino, testigo silencioso de madrugadas frías y trabajos duros. Y, cómo no, el accesorio estrella del político colombiano cuando huele elecciones. Porque si algo ha demostrado nuestra clase dirigente es que no siempre entiende al país… pero sí entiende el poder simbólico de una buena foto.

La escena es conocida: llega el candidato, traje bien planchado, sonrisa ensayada, discurso reciclado. Minutos antes de subir a la tarima, alguien —siempre alguien— le alcanza una ruana. No importa si nunca la ha usado, si no sabe cómo acomodarla o si la confunde con un poncho peruano. La ruana no juzga. La ruana transforma. En segundos, el político deja de ser abogado capitalino y se convierte en “hijo legítimo del altiplano”.

Es el cosplay perfecto. No exige coherencia, no pide reformas, no amenaza intereses. Basta con colgársela sobre los hombros y listo: empatía instantánea. Tradición garantizada. Conexión con el pueblo activada. Todo sin despeinar el discurso ni modificar una sola coma del programa de gobierno.

Eso sí, la magia tiene tiempo limitado. Antes de que aparezca el sudor, antes de que la incomodidad sea evidente, la ruana cumple su misión y se retira discretamente. Vuelve a su hábitat natural: el respaldo de una silla, el baúl de una camioneta blindada o el archivo fotográfico de la campaña. El político, por su parte, regresa a su traje, su aire de poder y su agenda de siempre.

Durante esos minutos gloriosos, la ruana carga con todo: identidad, cercanía, tradición… y uno que otro voto. Es una prenda noble, capaz de abrigar cuerpos y también conciencias, aunque sea de forma temporal.

La ruana abriga. El oportunismo de los viejos políticos, también. Y mientras sigamos creyendo que ponerse una prenda equivale a entender un país, seguiremos confundiendo símbolos con soluciones. En Colombia no necesitamos más ruanas de utilería. Necesitamos ideas frescas para cambiar la política. Y, sobre todo, necesitamos cambiar la política, cambiando a los políticos.

Periodismo y democracia: la pregunta a Mohammed bin Salman sobre Khashoggi

«Podré no estar de acuerdo con lo que dices,
pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo».
Voltaire

Una valiente periodista de la cadena ABC interroga, en el Salón Oval de la Casa Blanca, al príncipe heredero saudí Mohammed bin Salman por su participación en el asesinato del periodista Jamal Khashoggi en 2018. Hace la pregunta incómoda que el presidente Donald Trump y su invitado querían evitar.

Jamal Khashoggi fue un periodista saudí y columnista de opinión de The Washington Post, asesinado en el consulado de su país en Estambul por agentes del gobierno de Arabia Saudita. ¿Quién podía haberlos enviado sino la misma Casa Real? Las opiniones de Khashoggi molestaban a la monarquía, que decidió cobrar esa molestia con la vida del comunicador.

Pero esto no sucede solo en regímenes totalitarios. En la escena es evidente cómo Trump descalifica a la reportera y a su cadena de noticias, para defender a su socio comercial y personal, a pesar de ser el líder del llamado «mundo libre». «Fake news», «eres una periodista terrible» y «no tienes porque incomodar a nuestro invitado con esas preguntas» le dijo el mandatario norteamericano a Mary Bruce, la corresponsal jefe del canal de noticias ABC ante la Casa Blanca

¿Y en Colombia? El presidente Gustavo Petro ha hecho lo propio, estigmatizando a medios de comunicación al calificarlos como “instrumentos de la extrema derecha” o refiriéndose a algunas comunicadoras como “muñecas de la mafia”. Tampoco olvidemos que, durante el llamado Estallido Social, varias sedes de medios nacionales y regionales fueron vandalizadas y atacadas.

Pero el problema no es solo de Petro. Recordemos que Ernesto Samper vengó su molestia por las investigaciones sobre la financiación del Cartel de Cali a su campaña con la salida del aire del noticiero QAP y que Álvaro Uribe pidió insistentemente a los medios de comunicación “no ser cajas de resonancia del terrorismo”, proponiendo instalar la autocensura como práctica periodística en Colombia.

La prensa revisa, pregunta, denuncia e incomoda. Esa es su función en una democracia. Sin prensa no habría Proceso 8.000, ni escándalo de corrupción en la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (UNGRD). Tampoco conoceríamos la infiltración de las disidencias de las FARC en la Policía y los servicios de inteligencia, mientras la Fiscalía General de la Nación tenía durmiendo el «sueño de los justos» las pruebas almacenadas en los dispositivos decomisados a alias ‘Calarcá’, hace año y medio.

Investigar, denunciar, opinar y difundir la información son acciones fundamentales para mantener viva la demanda por una sociedad libre. Una sociedad que requiere que, desde el gobierno, el congreso y las cortes, se cuide y se estimule la libertad de prensa y su corolario: la libertad de expresión. Sin estas libertades, no es posible avanzar en el desarrollo de una sociedad plural e incluyente.

Desde el Congreso me comprometo a velar por la protección efectiva de periodistas y medios de comunicación. Buscaré proteger su labor, que tantas veces se ve amenazada no solo por los violentos, sino también por actores que utilizan la ley como herramienta de intimidación para callar, amordazar o silenciar. El acoso jurídico no debe permitirse.

Conozco el periodismo desde adentro y he experimentado la censura. También he trabajado con valientes colegas que dedicaron su vida a la comunicación pública y que hoy no tienen pensión o siguen trabajando, ya viejos, con precarios contratos. Otros tantos han sido «empapelados» por sus contradictores por decir la verdad que incomoda. Soy Carlos Naranjo, candidato al Senado de Colombia, y les propongo trabajar juntos para cambiar esta realidad, con normas que protejan el ejercicio periodístico, promuevan la vinculación laboral y garanticen la libertad de prensa como baluarte de la democracia.

Candidatos tomando sopita

En cada temporada electoral ocurre un fenómeno casi ritual: candidatos políticos de todos los partidos aparecen en fotos y videos probando empanadas, tamales, arepas, tacos, cebiche, pupusas o cualquier plato tradicional de la región que estén visitando. La escena se repite una y otra vez: sonrisas amplias, mangas arremangadas, un puesto callejero de fondo y un bocado “espontáneo” que busca transmitir cercanía. Pero ¿por qué esta estrategia es tan común? ¿Y qué mensaje intenta enviar realmente?

La comida típica no es solo alimento: es memoria colectiva. Cuando un candidato aparece comiendo un plato tradicional, está haciendo un guiño a los afectos del electorado, mostrando que reconoce —y supuestamente valora— aquello que forma parte de la vida cotidiana de la gente. Es una forma rápida y visual de decir: “Comparto tu cultura, entiendo tus costumbres, soy uno de los tuyos.”

La política es, en gran medida, construcción de percepciones. Mostrar a un candidato en un restaurante lujoso puede transmitir distancia y elitismo; mostrarlo sentado en un mercado o en una fonda popular, en cambio, construye la narrativa de alguien accesible, sencillo y cercano. Comer comida típica se convierte así en una metáfora visual: “No estoy por encima de ti; camino tus calles, como en tus lugares y vivo como tú.”

Las campañas políticas necesitan humanizar a quienes postulan. Las fotos de reuniones oficiales, discursos y trajes formales, aunque necesarias, crean una barrera emocional.
En cambio, ver a un candidato disfrutando una comida cotidiana conecta con lo humano: todos comemos, todos tenemos platos favoritos, todos compartimos alrededor de la mesa. Esa humanidad aparente ayuda a suavizar la imagen pública y generar empatía.

Aunque muchas de estas escenas están ensayadas y planificadas, se presentan como momentos espontáneos y naturales. Este contraste entre la preparación real y la sensación de improvisación es parte de su efectividad, tal como lo mencionamos en NCN Podcast en esta temporada de Cerebro y Marca llamada Las entrañas de las campañas.

La foto perfecta no parece una foto perfecta; parece un instante de cotidianidad capturado casi por accidente. Por supuesto, la eficacia de esta estrategia depende de que la ciudadanía perciba autenticidad. Cuando un acto se siente forzado o claramente impostado, puede volverse contraproducente. En tiempos de redes sociales, donde cada gesto se analiza con lupa, la línea entre parecer cercano y parecer oportunista es muy fina.