Emprender en Colombia es casi un delito

En Colombia existen dos tipos de emprendedores: los que lo hacen por pasión y los que lo hacen por necesidad. La gran mayoría pertenece a este segundo grupo: personas que, ante la falta de oportunidades laborales, deciden crear su propio sustento. Sin embargo, el sistema les pone todas las trabas posibles.

El papeleo, los costos y la burocracia que se requieren para formalizar una empresa son tan excesivos que muchos terminan en la informalidad. Los trámites son lentos, costosos y, en muchos casos, innecesarios, lo que hace que el emprendedor sienta que está cometiendo un delito por querer trabajar legalmente.

Ser independiente o microempresario en Colombia no solo requiere esfuerzo y creatividad: también exige soportar una pesada carga fiscal y parafiscal. Impuestos, aportes, retenciones, reportes, contribuciones y formularios convierten la formalización en un lujo que muchos no pueden pagar.

Esto no es un problema de ética ni de voluntad empresarial. Es un problema de diseño institucional. Los incentivos actuales castigan al que quiere hacer las cosas bien. En vez de favorecer la formalización laboral y el empleo digno, el sistema expulsa al pequeño empresario hacia la informalidad.

Colombia necesita un Estado que entienda que los emprendedores son aliados, no sospechosos. Un Estado que reduzca la carga tributaria sobre los pequeños y medianos empresarios, que simplifique los trámites y que premie la generación de empleo formal. Si de verdad queremos una economía sólida y justa, debemos cambiar la política económica y cambiar a los políticos que la han diseñado pensando en recaudar más, no en producir más.

El Estado debe dar ejemplo: No más precarización laboral para los psicólogos

En Colombia, miles de profesionales se levantan cada día con la esperanza de aportar su conocimiento y esfuerzo al servicio público. Sin embargo, detrás de esa vocación, muchos enfrentan una realidad injusta: la contratación a través de Órdenes por Prestación de Servicios (OPS). Lo más grave es que el principal responsable de esta práctica no es el sector privado, sino el propio gobierno, el mismo que debería ser ejemplo en materia laboral.

Hoy, ministerios, gobernaciones, alcaldías y entes descentralizados recurren masivamente a las OPS para vincular profesionales en todas las áreas, desde ingenieros hasta psicólogos. Se trata de una figura que, aunque legal, se ha convertido en el instrumento más común para evadir derechos laborales fundamentales: vacaciones, estabilidad, prestaciones y seguridad social digna.

Tan solo el año pasado, las contrataciones por OPS del gobierno nacional sumaron cerca de 8 billones de pesos, pasando de 48 mil a 64 mil personas vinculadas bajo esta modalidad. Es decir, cada vez más colombianos trabajan para el Estado sin las garantías mínimas que la ley exige a cualquier empleador. ¿Cómo puede el gobierno exigir a las empresas privadas que cumplan las normas laborales si él mismo no lo hace?

Este modelo no solo afecta a quienes prestan sus servicios, sino también a la calidad del trabajo público. Cuando un profesional vive con la incertidumbre de si renovarán su contrato el próximo mes, se reduce su estabilidad emocional, su compromiso y su capacidad de proyección. En un país con una crisis creciente de salud mental, el trato que reciben los psicólogos y otros especialistas del sector es inaceptable. No se puede construir bienestar sobre la precarización.

Es momento de cambiar este sistema. El gobierno debe ser el primero en cumplir las leyes que promueve y en garantizar condiciones laborales justas a sus trabajadores. Colombia necesita avanzar hacia un modelo de contratación que privilegie el mérito, los resultados y el conocimiento, por encima de las roscas, los favores y las conveniencias políticas.

La dignidad laboral empieza por casa. Si queremos transformar la política, debemos empezar por cambiar la forma en que el Estado se relaciona con su gente. En Colombia, necesitamos cambiar la política cambiando a los políticos.

El legado de Luis Carlos Galán, 36 años después

Yo tenía 12 años el 18 de agosto de 1989. Era de noche y me encontraba viendo el Noticiero Nacional, presentado por Arturo Avella. De repente, interrumpieron la programación para anunciar que el candidato —y muy probable próximo presidente de Colombia— Luis Carlos Galán Sarmiento, había sufrido un atentado en el parque de Soacha, en medio de una manifestación política. Aún no había imágenes del atentado. Recuerdo que los videos mostraban a un grupo de escoltas tratando de subir el cuerpo del candidato a un automóvil.

Llamé a mi madre, que se sentó junto a mí, frente al televisor, rogando para que Galán sobreviviera. La verdad es que, mientras se transmitían las imágenes del atentado, el candidato se debatía entre la vida y la muerte en un hospital de Kennedy, en Bogotá. Allí lo habían trasladado luego de los esfuerzos por mantenerlo con vida en el Hospital de Bosa. La gravedad de las heridas en el abdomen —justo donde terminaba el chaleco antibalas que acostumbraba llevar, luego de varios intentos de asesinarlo por parte de sicarios enviados por Pablo Escobar— le había hecho perder demasiada sangre. Galán fallecería debido a un shock hipovolémico, y con él, la esperanza de millones de colombianos.

Las semanas siguientes fueron de luto nacional. Recuerdo a mis amigos del barrio Carlos E. Restrepo, contándome que su madres o su tías se habían puesto a llorar al escuchar la noticia del asesinato de Luis Carlos Galán. Vivíamos en una época en la que los traficantes de drogas del Cartel de Medellín —mi ciudad— ejercían un dominio casi total sobre el territorio y el cada vez más oscuro estado de ánimo de la población. Galán representaba ese cambio que parecía morir con él.

Días después, su hijo Juan Manuel, en el Cementerio Central de Bogotá, mientras enterraban a su padre, entregó el relevo a César Gaviria, jefe de debate de la campaña y exministro del anterior gobierno. Colombia entera se movilizaría entonces ante una nueva campaña que pasaba del memorable “Siempre adelante, ni un paso atrás” de Galán a “Con Gaviria habrá futuro”. El país resistió la brutal embestida del narcoterrorismo en aquel entonces y logró asomarse, no sin dificultades, al futuro en el siglo XXI.

Hoy, 36 años después, el reto no parece ser menor. De nuevo, los grupos armados ilegales y la incapacidad del Ejecutivo para hacerles frente nos ponen ad portas de una nueva crisis institucional. Más del 70% del territorio es dominado en buena medida por grupos ilegales en los que la población no tiene más remedio que obedecer o morir. La salud está en cuidados intensivos y la economía, aunque sigue creciendo de la mano de la deuda y el gasto, muestra unos próximos años llenos de dificultades.

Dificultades ante las que no podemos quedarnos impávidos. No podemos ser simples espectadores frente a una Colombia que se nos desmorona entre el populismo y la polarización. Con las banderas de un hombre valiente, que luchó por un verdadero cambio social en el país, avanzaremos lejos del miedo y la rabia. Avanzaremos con su espíritu en nuestros corazones, en medio de la esperanza y la alegría, demostrando que un nueva forma de hacer la política en Colombia, con honestidad y conocimiento, sí es posible.

¿Sirven las Cámaras de Comercio en Colombia?

Durante 20 años tuve mi empresa de Publicidad y Marketing dedicada a asesorar a pequeñas y medianas empresas llamada Naranjo Publicidad. Cada año era el mismo padecimiento impuestos de industria y comercio, contadores, facturación y renovación del Certificado de Cámara de Comercio.

Todos aportaban poco valor al proceso de atención y servicio al cliente, pero eran inevitables. En especial este último, relacionado con las Cámaras de Comercio. Sus valores suelen ser significativos para las pequeñas y medianas empresas y establecer tarifas de renovación por facturación así la utilidad sea menor o negativa, me parece francamente un abuso.

Es por ello que considero que las Cámaras de Comercio, encargadas de la certificación de costumbres mercantiles, deben adecuar sus procedimientos a las necesidades del mercado colombiano o desaparecer. Sus procedimientos, propios de un monopolio, y juntas directivas siguen siendo controladas por claros intereses políticos y empresariales ajenos a los pequeños y medianos empresarios, que son la mayoría de las empresas en Colombia.

Necesitamos entidades que verdaderamente representen los intereses de la mayoría de los empresarios en Colombia. Necesitamos cambiar la política, cambiando a los políticos.