Tina, «la perrita más jeroz de tuitica la manada»

No sospechaba que mi viaje a Bogotá a ver el Circo del Sol me pondría a hacer tantos malabares. Corría el mes de Abril del año 2013, cerca de Semana Santa. Había viajado con mi amiga Isabel Travecedo a ver a Varakai, y al llegar a la taquilla descubrimos que las boletas eran para un mes después. Habíamos confundido «Mar» con Marzo, y realmente significaba martes. Con los tiquetes de avión sin posibilidad de moverse y ya entrados en gastos, decidimos comprar unos nuevos para esa noche. Al día siguiente viajamos a conocer uno de los municipios más bellos de Colombia, Villa de Leyva.

A cerca de cuatro horas de Bogotá, Villa de Leyva es uno de los municipios más históricos de Boyacá y de Colombia. Además de su arquitectura colonial, con empedradas calles, Villa de Leyva cuenta con las ruinas de un hermoso observatorio astronómico Muisca llamado El infiernito. Los conquistadores españoles dejaron poco para ver, por considerarlo un espacio de adoración pagano en el que las representaciones fálicas daban cuenta de la vinculación de nuestros antepasados indígenas con el mismísimo demonio. Sin embargo, al igual que en la Acrópolis de Atenas, los restos que quedan, por fortuna, siguen hablándonos.

Y fue precisamente a hablarnos que salió Tina, en medio del camino que hay de El infiernito al fósil del dinosaurio, otro sitio turístico cercano. Debajo de una enorme roca se encontraba una cachorra de menos de un mes de nacida, que salió a nuestro paso. El grupo con el que caminábamos estaba compuesto por una pareja de Bogotá, dos chicas de Medellín e Isabel y yo. Nos detuvimos a mirarla y pensamos que tal vez se le había escapado de la camada a su madre. Preguntamos en las fincas cercanas pero no me supieron darnos razón. La perrita se veía totalmente deshidratada y desnutrida. Si la dejábamos no sobreviviría.

La tomé en mis brazos, le hice una foto para buscar ayuda en redes sociales, que guardo todavía, y comencé a indagar en las fincas del camino si sabían algo de la suerte de esta pequeña cachorra o si podrían adoptarla. Lo único que atinaron a decirme en una de las haciendas, fue que la perrita llevaba varios días abandonada, y que la llevara conmigo. ¡¿Qué?! Yo no podía. Ya tenía dos perros y había viajado desde Medellín en avión. No tenía como adoptarla. Mientras tanto, la pareja bogotana comenzó a separarse lentamente del grupo, y no volvimos a verlos hasta el día siguiente. Seguramente los asustó la posibilidad de que les endilgáramos este nuevo compañero de viaje.

Entramos el pequeño rollo de carne con pelos al hotel, camuflado entre una chaqueta y una bufanda, en los que pasó la noche mirándonos, tomando agua y comiendo un poco de comida enlatada. Teníamos la esperanza de que al día siguiente encontraríamos a la señora que, supuestamente tenía un albergue y recibía este tipo de casos. Nuestro bus de regreso a Bogotá salía en la mañana. Finalmente localicé la tienda de dulces de María Medina, en la que se encontraba su madre. Me dijo que no tenían un albergue, que simplemente habían recogido algunos perros para no dejarlos a su suerte, pero que la tienda les daba escasamente para sobrevivir. Me ofreció una bolsa de suero y una jeringa con la que mantuvimos hidratada a Tina, la valiente Valentina, hasta que llegamos a Bogotá. No hubo alternativa.

Buscaríamos en Bogotá un adoptante entre los animalistas de la ciudad más grande de Colombia, por medio de las redes sociales. Imposible que no apareciera nadie. Recuerdo que el papá de una conocida, que vive en la capital, prometió ayudarnos a encontrarle hogar a la perrita, para al final recomendarnos que llamáramos a la línea de protección animal, pues allí a lo mejor nos daban una mano. La cuenta regresiva para el vuelo a Medellín llegaba a su fin y no aparecía un hogar para la valiente sobreviviente. Algunos compartían la información pero nadie se vinculaba. ¿Qué podíamos hacer?

Llamamos a VivaColombia para conocer los requisitos de viaje en cabina para una mascota. Debía ir en un guacal y tener certificado de veterinario y vacunas al día. ¿Vacunas? Si vacunábamos a Tina en ese estado de desnutrición, las vacunas la matarían. Ninguno de los médicos veterinarios a los que llamamos ese domingo quiso arriesgarse a darnos el certificado, aunque reconocieron que la perrita estaba muy mal como para recibir los anticuerpos. Isabel también es médica veterinaria, lo cual fue una fortuna para mantener viva a Tina, pero no contaba en ese momento ni con su talonario ni con su sello. Así que llamé a una amiga diseñadora que vivía en Medellín para que me hiciera una hoja con los datos de Isabel y me la enviara por correo electrónico para imprimirla.

No había tiempo para pensar. El vuelo salía al otro día. Las chicas que caminaban con nosotros en Villa de Leyva decidieron patrocinar el tiquete aéreo de Tina, y yo su hospedaje en Santa Elena, mientras le conseguíamos casa. Compramos un guacal rojo y salimos temprano hacia El Dorado. Recuerdo que antes de hacer el Check In, Tina comenzó a rasguñar la malla del guacal para anunciar que quería orinar y defecar. Ambas buenas señales de recuperación y de instintiva educación. Llegamos a Rionegro con una nueva compañera de viaje que rápidamente demostró su fiereza para defender el territorio, y su ternura para jugar con los demás cachorros. Al llegar comenzamos la búsqueda de su nueva casa pero nadie apareció. Al parecer Tina había encontrado su hogar desde el momento en que empecé a buscárselo.

Gamín, mi primer perro, y Nerón


No sé si fue su presencia la que despertó en mi alma el amor y la compasión que siento por los perros. Lo cierto es que algo dentro de mi se movía cada vez que veía a «Min», como le decía con mi incipiente lenguaje de Homo sapiens, con poco más de un año de edad. Al parecer el perro había llegado como un regalo del cultivo de flores donde trabajaba mi padre en el municipio de La Ceja.

De allí debimos trasladarnos a vivir a Fredonia pues mi papá había comenzado a trabajar con la Federación Nacional de Cafeteros, pero mi sistema respiratorio se resintió bastante de modo que a los tres meses mis padres decidieron mudarse para Medellín. Allí comenzó mi nueva familia a construir su casa en el barrio Niza, mientras Gamín nos acompañaba. «Gamín vivía en la terraza en una casita que le hicimos, pero luego con el cemento y el trajín de la construcción, los llevamos a la finca del abuelo», relata mi madre.

En estos días, conversando con ella y con mi padre, hemos tratado de recordar más partes de la historia de Gamín, la historia de mi primer perro. Pero los recuerdos son borrosos y la memoria comienza a inventar escenas ante la solicitud de información precisa. Solo nos quedan unos pocos mojones en la corteza cerebral, que nos dicen que vivió con nosotros un tiempo y luego fue llevado a la finca de mi abuelo en Támesis y a partir de allí, el olvido hace presencia.

En la finca de mi abuelo también conocí a Nerón. Otro hermoso pastor alemán, que al igual que Lola y Gamín, han acompañado mi paso por este mundo. Nerón era especialmente fiel y amoroso. Yo ya tenía cerca de catorce años, de modo que salía a trotar todos los días en compañía de él y luego me sentaba a leer junto a la alberca de la casa en su compañía. Un día me enteré de que habían encontrado muerto a Nerón, alguien lo había envenenado. Nunca olvidaré la última vez que lo vi, corriendo incesante tras del carro.

Yo era un niño, no podía decidir si lo llevábamos o no, como tampoco pude decidir si Gamín se quedaba con nosotros. Desde pequeño he sentido una enorme frustración por esa falta de independencia. Es extraño pero así ha sido. Por eso he procurado construir una vida que me permita responder por mí, en la medida de lo posible. Mi empresa, mi casa y mis perros son los pilares de ese espacio, que ahora comparten conmigo Lola, Tina y Paco.

Este texto es un pequeño homenaje a la vida de Gamín y de Nerón, y también una pequeña batalla contra el olvido. Un olvido que nos arrebata los pocos recuerdos que nos quedan de Gamín y los momentos que aún conservo de Nerón. Ambos perros, uno mío y el otro de mi abuelo, hacen parte de este recorrido por los canes con los que he tenido el gusto de compartir mi vida y que al ser escritos en versión digital, tienen la ventaja de poder alimentarse a medida que el cruel olvido libera algunos recuerdos.

Paco, el abuelo de la manada

Anochecía y yo salía de la finca en Sajonia a ver una película de cine en Rionegro. Lo vi caminando a un lado de la vía, de modo que detuve el auto y me bajé para llamarlo. Gloria, la dueña de la finca, me contó que había perdido su labrador hacía un año. Traté de acercarme pero no se inmutó y siguió su camino hacia el claro del bosque cerca de la casa.

Pregunté al día siguiente si se trataba del perro de doña Gloria pero me dijeron que este era un labrador «colimocho» que se la pasaba nadando en el riachuelo, cerca de la finca, y que venía a dormir en las noches en medio de los pinos. No se trataba del mismo entonces. Oso, tiempo después me enteraría que era su nombre habitual, comenzó a quedarse en las mañanas en la finca mientras le servía la comida a Lola, sus cachorros y Manolo.

Tenía diez perros y con Oso serían once, de modo que trataba de ahuyentarlo, pero ante el menor descuido, estaba nuevamente comiéndose el cuido de mis perros. Debo reconocer, con pena, que ensayé persiguiéndolo con palos y piedras (con afortunada mala puntería casi siempre) pero el perro se quedaba cada vez más tiempo en la mañana y regresaba cada vez más temprano antes de finalizar el día. Como yo dejaba abierta la puerta de la casa para que mis perros entraran y salieran, Oso comenzó a hacer lo mismo.

Dejó de dormir en el bosque y comenzó a hacerlo en la entrada de la puerta. Un día en la mañana, estaba yo sirviendo el desayuno de Julia, mi exesposa, Lola, Manolo y yo (ya los hijos de Lola habían sido dados en adopción), mientras Oso, es decir Paco, aguardaba alerta bajo el marco de la puerta por si me veía venir. Puse dos platos en la mesa y tres en el piso. Julia no tardó en notarlo y se rió. Paco entró sigiloso, comió rápidamente y se fue. Esa sería la última vez que se iría.

Paco se quedó a vivir con nosotros. Lo bauticé así pues me parecía que hacía juego con los otros dos nombres de origen ibérico de nuestros perros. Tenía una infección en los oídos terrible que se olía a dos metros de distancia y que se alimentaba con sus jornadas diarias de natación. Le pregunté a Alejandra, la veterinaria que estaba atendiendo a Lola, qué podía darle y me recomendó que tomara una pluma para echarle un poco de Veterina en los oídos.

Días después, el globo ocular izquierdo de Paco se puso totalmente rojo, y cuando regresó a su color blanco habitual, había perdido la visión de ese lado. No sé, o no quiero saber, si fue la infección, un golpe o el tratamiento con Veterina lo que produjo este desafortunado resultado. Seguramente fue lo último. La otitis desapareció pero mi querido perro nunca más volvió a ver por ese ojo. Ahora cuidamos la evolución de la catarata del ojo derecho con la ayuda del doctor Graciano en la Facultad de Veterinaria de la Universidad de Antioquia.

La pasión de Paco por el agua no tiene comparación. Puede quedarse nadando todo el día. De hecho, en un reciente festival canino en el parque ecológico Los Salados, una lancha de rescate fue por Paco al creer que se estaba ahogando. Llegaron con aire triunfante a la orilla a entregármelo, solo para darse cuenta de que cinco minutos después estaba nadando feliz, exactamente en el mismo punto donde lo habían rescatado.

Pero lo que más me gusta de Paco es su perronalidad, es realmente el abuelo de la manada. Tierno, tranquilo y firme. Manso pero no menso. Desde que tenga su pelota en la boca, todo está bien. «Pace and love» diría si fuera humano. Si algún perro lo molesta, primero le gruñe varias veces antes de simular un ataque por medio de un ladrido. Al principio peleaba con otros machos con bastante frecuencia, seguramente fruto de la vida que tuvo como perro guardián de un depósito de máquinas, pero hoy es escaso ese comportamiento.

Ahora tiene cerca de once años y es el polo a tierra de la manada. Con su caminar desenfadado y su media cola moviéndose todo el tiempo, pone de buen genio a todo el que lo ve. Saluda pero no suelta la pelota. Es su amuleto de la buena suerte. Tengo mucho que agradecerle a Paco pues, entre todos mis perros, es el más calmado y el que más me ha facilitado las cosas para trajinar con la manada. Si el cielo de los perros existe, con seguridad que Paco tiene su piscina reservada allí.

Lola, la jefe de la manada

Me asomé por la ventana y vi un pastor alemán caminar tras la cerca con un andar lento y apesadumbrado. ¡Qué pereza un perro grande aquí! Pensé. Hoy no sé exactamente por qué vino a mi mente esa idea. Supongo que se debía a que había tenido toda una generación de pinschers miniatura. Canela, Pimienta y Chocolatina y ahora la familia de Julia, mi exesposa, tenía a Chepe, otro hermoso murciélago sin alas. No volví a saber del pastor hasta el siguiente fin de semana que regresé a la finca.

Jaime, el viviente de la finca, debió ir a pedirme algo para el perro o mientras nos ayudaba a arreglar el lavaplatos, que había hecho agua, pudo comentarnos que semanas antes una perrita había dado a luz a ocho cachorros en un claro del bosque. La verdad no sé. Solo sé que ahora estaba con ellos en el cambuche. Me acerqué y caí enamorado. Mi corazón nunca volió a ser el mismo. Era la madre absolutamente buena de la que hablaba Winnicott en sus elucubraciones de psicología dinámica. Se encontraba desnutrida y gimiendo pero no dejaba de amamantar a sus hijos y de acompañarles todo el tiempo.

La invité a seguir a la casa y comenzó a raptar por el suelo llena de miedo. El anterior inquilino, hermano del alcalde de Rionegro, la había dejado abandonada en la finca seis meses atrás y seguramente le enseñó que no podía ingresar allí. Julia y yo, buscamos un par de galletas y se las fuimos dando a medida que avanzaba hacia el interior. Las comió y salió corriendo a donde sus hijos. Luego fuimos por ellos y también los entramos a la casa para evitarles, por lo menos unos días, el gélido frío de las noches antioqueñas en Sajonia.

Era tal la el aparente infortunio de aquella pastor alemán, que Julia decidió llamarla Lola, en honor a la famosa telenovela de los años 80 llamada Lola calamidades. Lloraba al alimentar a sus cachorros cuando comenzaron a dentar pero no los quitaba de sus pezones. Si ellos lloraban, ella lloraba también. Siempre estaré agradecido con la médica veterinaria Catalina Yepes, que amablemente se ofreció a ir a revisar a Lola y sus cachorros para darme las recomendaciones pertinentes sobre el cuidado, las vacunas y la alimentación de mi nueva manada.

Comencé a buscarle hogar a los hijos de Lola, colocando afiches en las tiendas agropecuarias y las clínicas veterinarias de Llanogrande y publicando imágenes en Facebook. A diferencia de lo que sucede con los perros adultos, con los cachorros no tardé más de quince días en lograrlo. A Julia se le salían las lágrimas mientras distraíamos a Lola para dar en adopción algún cachorro, pues Lola luego se percataba de su ausencia. No olvido la exhaustiva inspección de Lola a mi carro, luego de que me llevé a una de las cachorras para entregarla en Medellín. Repitió el procedimiento durante varios días.

Cuando llegaba los jueves en la tarde, Lola me estaba recibía con un grito de emoción y cuando nos íbamos los domingos en la tarde, había que encerrarla en el garaje para que no saliera detrás. De hecho un par de veces, ya llegando al peaje de la variante del aeropuerto, ubicado a cerca de 20 kilómetros de Sajonia, debimos regresar porque Jaime nos avisaba que Lola se había volado del garaje y estaba corriendo como loca por la carretera rumbo a Medellín.

Las cosas no iban bien con mi querida Julia, de modo que comencé a pasar más tiempo en la finca, desde donde podía trabajar, y tomar un poco de distancia para reflexionar. Allí también vivía con Manolo, un perro que habíamos recogido en Carlos E. Restrepo y Paco, un labrador colimocho que vivía en un depósito de máquinas cerca a la vía principal y que iba por las noches a dormir y a robarse la comida de Lola y los cachorros.

Lola aprendió a subir escalas, pues no sabía. El primer día que la subí al segundo piso de la finca, saltó por el balcón. Creí que se había lastimado pero su agilidad era a toda prueba. En las mañanas hacíamos clases de adiestramiento con galletas. Manolo no lograba asociar el estímulo con la conducta y Paco y Lola se preguntaban porque el Homo sapiens era tan torpe para entregarlo. Sin embargo los dos últimos aprendieron a condicionarme para darles galletas cuando uso los comandos sit y plas.

Cuando finalmente Julia y yo nos divorciamos. Debí entregar la finca pues no tenía como pagar el arriendo y la cuota del banco del apartamento en Carlos E. Decidí llevarme a Lola conmigo, Julia se llevó a Manolo y hablé con el nuevo inquilino de la finca, que montaría un criadero de perros, para que se quedara con Paco, que disfrutaba enormemente nadando en el riachuelo que pasaba cerca, y con el compromiso de que yo lo sostendría económicamente mientras aparecía algún adoptante. Así fue durante dos semanas durante las que regresé por algunos enseres y siempre encontraba algún cachorro del criadero, muerto por moquillo.

Por obvias razones Paco ahora también vive conmigo pero esa es otra historia, la historia de Paco, el abuelo de la manada.