Notas de mi viaje a Grecia

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Aprovechando mi estadía en Malta, decidí viajar en el mes de abril a conocer uno de mis destinos míticos: Grecia, la cuna del pensamiento occidental. A menos que quisiera hacer escala en Italia por un día, debía viajar en un vuelo directo de AirMalta que partía al final de la noche desde Malta hacía Atenas y aterrizaba cerca de las 2 de la mañana. De modo que tomé ese camino y arrivé al aeropuerto Eleftherios Venizelos sin tener la menor idea para hilar una frase completa en griego.

Llegando a Atenas a la media noche

Un bus te lleva al centro de Atenas, que está a uno 20 kilómetros del terminal aéreo, y te deja en la plaza Syntagma cerca del Palacio de Gobierno. De allí debía desplazarme al hostal cerca de la plaza Monastiraki a pie o en taxi. Como eran pasadas las tres de la mañana, decidí tomar un taxi que me dejó a una cuadra del hostal. Comencé a caminar y me sentí a la misma horas en la zona de Barbacoas en el centro de Medellín.

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Ya me habían advertido de la inseguridad en Atenas. Las casas viejas y abandonadas, con los vidrios rotos y los graffitis en las paredes me asustaron. Solo había un grupo de amigos (¿el combo de la cuadra?) comiendo en una tienda de la esquina. No habiendo más alternativa decidí preguntarles si sabían donde quedaba City Circus; si me iban a robar mejor que fuera de una vez. Ninguno sabía pero viendo la dirección me confirmaron que debía quedar en la cuadra siguiente, así que emprendí de nuevo camino hacia la boca del lobo.

Sin cama y sin desayuno

Efectivamente el hostal estaba a 50 metros y era el único edificio con las luces encendidas, fuera de una emisora local justo al frente. Toqué el timbre pero nadie abría. Luego de 5 minutos se asomó un chico estadounidense que me preguntó por mi reserva y me dijo que estaba programada para las once de la mañana. Le comenté, chapuceando mi inglés, que en Booking.com me habían confirmado que podía llegar de madrugada sin problema. Llamó al dueño, quien entre sueños le dijo que debía esperar hasta la siete que llegaba la administradora.

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Cansado de mi viaje, me recosté en un sofá de la sala del hostal tratando de captura alguna idea de la ráfaga de frases que mi interlocutor me comentaba de su viaje desde EEUU hasta Grecia y su deseo de visitar Colombia algún día. Efectivamente la administradora llegó a las siete a servir el desayuno y me confirmó que debía esperar hasta las diez u once para hacer el check in y que además no había desayuno para mi pues mi reserva era para el medio día. Molesto salí a buscar bocado y a encontrar mi primer contacto entretenido en Atenas.

Barequiando en Atenas

Llevaba una pequeña mochila, que usaba en mis clases de Estudios Políticos en Eafit, y un maletín de mi cámara fotográfica que no hacían fácil el desplazamiento. Tenía en mente comprar un morral grande y eso fue lo que encontré colgado en una de las tiendas cercanas a la plaza Monastiraki. Un anciano griego me atendió sin saber una palabra de inglés y yo sin saber una de griego, Le pedí un pequeño descuento anotando la cifra en mi smartphone y aceptó después de pensarlo un instante. Nunca olvidaré esta negociación sin palabras.

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Cerca de allí conseguí un sánduche para desayunar y regresé al hostal para bañarme y dormir un par de horas para luego salir a caminar por el centro de Atenas. Como el check in en el hotel se hizo tarde, debí reprogramar mi viaje a la isla de Parikia, que me había recomendado mi amigo Santiago Gallón, ya que no me quedaría un día completo para visitar Atenas, y debí reemplazarlo por un viaje express a tres islas griegas en un mismo día: Egina, Poros e Hydra.

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Hop on, hop off en ruinas

Al día siguiente, tomé el bus turístico para conocer los lugares emblemáticos de la capital griega. La Acrópolis, el teatro, el ágora, el Templo de Zeús y mi anhelado estadio de atletismo, que me conectaron con todo lo que había escuchado tantas veces en clases y entrenamientos. Agradecí por poder estar allí, en medio de las ruinas de lo que un día fue el origen de una parte de lo que hoy soy y lamenté también que la historia de la humanidad estuviera marcada por el despojo y la indolencia, representadas en el robo y la indiferencia con la que se fueron llevando más del 80% de los monumentos griegos hacia Francia e Inglaterra.

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Un café con las Ninfas

Luego de visitar las ruinas, me fuí a conseguir algunos souvenirs para mis amigos. No quería algo muy pesado ni que se quebrara, de modo que me dediqué a mirar camisetas. Al final de la calle caminaba con mi sonrisa cándida cuando se acercó un hombre, con un ojo completamente blanco y una verruga en la nariz, cual mítica pitonisa, a preguntarme la hora. It´s five o´clock, le dije. Where are you from?. Al escuchar que era colombiano, en perfecto español me comentó que había vivido en Colombia pues su esposa era de Pereira y que acababa de montar un café cerca de allí.

Estaba a veinte pasos. Me dirigí hacia allí con él y me pareció extraña la oscuridad del lugar y no encontrar una sola máquina para preparar café. Yo las conocía todas pues había tenido una pequeña tienda de café, que justo había acabado de cerrar justo antes de irme de viaje. Una mujer koreana atendía en la barra y me ofreció un trago, de nuevo en perfecto español. Le dije que sólo quería un jugo de naranja y me sirvió algo parecido a una Quatro en un vaso pequeño. Me senté y la exuberante rubia, de piernas tatuadas y minifalda que estaba en el tope de la barra, se sentó a mi lado mientras el chaval inglés que bebía cerveza, salía corriendo del lugar.

La rubia se sentó a mi lado y pasó su mano detrás de mi espalda mientras me pedía que la invitara a un coctel. La cosa no pintaba bien pero debo reconocer que tantos meses de ayuno me hicieron pensarlo. Le dije que no tenía dinero y que sólo podía invitarla a un “orange juice” como el que me estaba tomando. Después de insistir un poco más y ver que no cedía, me dio su mano izquierda, no la derecha habitual, diciéndome «goodbye». Luego miró al proxeneta que nos observaba desde el fondo del local. Supongo que significaba algo así como “no se pudo con este chichipato”. Pagué la gaseosa más cara de mi vida, €7, y regresé al hostal.

Maratón por las islas griegas y Atenas

Al día siguiente en el crucero por las islas griegas, entablé amistad con Alejandro Arce, un mexicano entrañable que trabaja para una compañía petrolera y que entre tema y tema me preguntó: ¿No te ha sucedido nada raro en estos días en Atenas? Le conté de mi experiencia sobre el café que termino en grill. ¡Entonces es una artimaña con los turistas! a mi me sucedió lo mismo, me dijo. Atento escuché su relato, bastante similar al mío pero en un lugar diferente de la capital griega. Ese día aprendí que viajar sólo exige cuidados especiales o “malicia indígena” que llaman y al parecer yo tengo poca.

Llegamos cinco minutos después de que el autobus hacía Delfos se fue. Alejandro y yo habíamos corrido toda la mañana con la idea de ir a visitar el mítico lugar del oráculo. El próximo bus salía en horas de la tarde y ya no había regreso hasta el otro día y yo debía regresar a Malta al final de la noche. De modo que emprendimos una maratónica carrera para conocer el Museo Arqueológico Nacional, el templo de Zeús, la columna de Aristóteles (uno de los pocos referentes filosofales que encontré) y el monte Licabeto, que con sus 227 metros es el punto más alto de la capital griega, con una vista envidiable.

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Los Minotauros en el Metro

Me despedí de mi amigo, regresé a City Circus donde me habían guardado el equipaje por €1, que no dejaron de cobrarme a pesar de los inconvenientes, y tomé el metro rumbo al Eleftherios Venizelos. En la mañana había comprado un tiquete más costoso pero que servía para todo el día, de modo que me subí confiado en compañía de mi maleta de 30 libras. Debió ser más o menos en la estación Nomismatokopio que leí un aviso en la pantalla de leds del vagón que advertía que para viajar al aeropuerto debía comprarse un tiquete especial con un mayor valor.

No me devolverían el valor del tiquete de un día y la idea de bajarme en una estación con mi caparazón de 15 kilos, a buscar una taquilla y tratar de explicar que necesitaba otro tiquete, no me sedujo. Además sentía que la tierra ateniense me debía algo por las molestias ocasionadas, así que relajé mi conciencia y decidí continuar en el tren esperando que nadie revisara los billetes. No había terminado de elaborar mi desjuicio moral, cuando se subieron dos miembros de la policía ateniense con chalecos antibalas y gafas oscuras a recorrer los vagones. De adelante hacia atrás comenzaron a caminar lentamente.

Yo esperaba que no notaran mi presencia a pesar de que mi maleta gritaba que era un turista e iba para el aeropuerto. Un pequeño bebé en su coche en medio del corredor, impidió que los policías pasaran a la parte de adelante del vagón, donde yo me encontraba y por fortuna, se bajaron en la siguiente estación de Karopi. Respiré aliviado cuando pisé el suelo del terminal aéreo y me senté a esperar a que llamaran a los pasajeros de AirMalta. De regreso, mientras sobrevolaba el Mar Mediterráneo, descubrí que Odiseo no era el único que había vivido una aventura en tierras helenas y mucho menos en enfrentarse a los dioses, las ninfas, las musas y los monstruos del alma humana. De mi alma humana.