Lola, la jefe de la manada

Me asomé por la ventana y vi un pastor alemán caminar tras la cerca con un andar lento y apesadumbrado. ¡Qué pereza un perro grande aquí! Pensé. Hoy no sé exactamente por qué vino a mi mente esa idea. Supongo que se debía a que había tenido toda una generación de pinschers miniatura. Canela, Pimienta y Chocolatina y ahora la familia de Julia, mi exesposa, tenía a Chepe, otro hermoso murciélago sin alas. No volví a saber del pastor hasta el siguiente fin de semana que regresé a la finca.

Jaime, el viviente de la finca, debió ir a pedirme algo para el perro o mientras nos ayudaba a arreglar el lavaplatos, que había hecho agua, pudo comentarnos que semanas antes una perrita había dado a luz a ocho cachorros en un claro del bosque. La verdad no sé. Solo sé que ahora estaba con ellos en el cambuche. Me acerqué y caí enamorado. Mi corazón nunca volió a ser el mismo. Era la madre absolutamente buena de la que hablaba Winnicott en sus elucubraciones de psicología dinámica. Se encontraba desnutrida y gimiendo pero no dejaba de amamantar a sus hijos y de acompañarles todo el tiempo.

La invité a seguir a la casa y comenzó a raptar por el suelo llena de miedo. El anterior inquilino, hermano del alcalde de Rionegro, la había dejado abandonada en la finca seis meses atrás y seguramente le enseñó que no podía ingresar allí. Julia y yo, buscamos un par de galletas y se las fuimos dando a medida que avanzaba hacia el interior. Las comió y salió corriendo a donde sus hijos. Luego fuimos por ellos y también los entramos a la casa para evitarles, por lo menos unos días, el gélido frío de las noches antioqueñas en Sajonia.

Era tal la el aparente infortunio de aquella pastor alemán, que Julia decidió llamarla Lola, en honor a la famosa telenovela de los años 80 llamada Lola calamidades. Lloraba al alimentar a sus cachorros cuando comenzaron a dentar pero no los quitaba de sus pezones. Si ellos lloraban, ella lloraba también. Siempre estaré agradecido con la médica veterinaria Catalina Yepes, que amablemente se ofreció a ir a revisar a Lola y sus cachorros para darme las recomendaciones pertinentes sobre el cuidado, las vacunas y la alimentación de mi nueva manada.

Comencé a buscarle hogar a los hijos de Lola, colocando afiches en las tiendas agropecuarias y las clínicas veterinarias de Llanogrande y publicando imágenes en Facebook. A diferencia de lo que sucede con los perros adultos, con los cachorros no tardé más de quince días en lograrlo. A Julia se le salían las lágrimas mientras distraíamos a Lola para dar en adopción algún cachorro, pues Lola luego se percataba de su ausencia. No olvido la exhaustiva inspección de Lola a mi carro, luego de que me llevé a una de las cachorras para entregarla en Medellín. Repitió el procedimiento durante varios días.

Cuando llegaba los jueves en la tarde, Lola me estaba recibía con un grito de emoción y cuando nos íbamos los domingos en la tarde, había que encerrarla en el garaje para que no saliera detrás. De hecho un par de veces, ya llegando al peaje de la variante del aeropuerto, ubicado a cerca de 20 kilómetros de Sajonia, debimos regresar porque Jaime nos avisaba que Lola se había volado del garaje y estaba corriendo como loca por la carretera rumbo a Medellín.

Las cosas no iban bien con mi querida Julia, de modo que comencé a pasar más tiempo en la finca, desde donde podía trabajar, y tomar un poco de distancia para reflexionar. Allí también vivía con Manolo, un perro que habíamos recogido en Carlos E. Restrepo y Paco, un labrador colimocho que vivía en un depósito de máquinas cerca a la vía principal y que iba por las noches a dormir y a robarse la comida de Lola y los cachorros.

Lola aprendió a subir escalas, pues no sabía. El primer día que la subí al segundo piso de la finca, saltó por el balcón. Creí que se había lastimado pero su agilidad era a toda prueba. En las mañanas hacíamos clases de adiestramiento con galletas. Manolo no lograba asociar el estímulo con la conducta y Paco y Lola se preguntaban porque el Homo sapiens era tan torpe para entregarlo. Sin embargo los dos últimos aprendieron a condicionarme para darles galletas cuando uso los comandos sit y plas.

Cuando finalmente Julia y yo nos divorciamos. Debí entregar la finca pues no tenía como pagar el arriendo y la cuota del banco del apartamento en Carlos E. Decidí llevarme a Lola conmigo, Julia se llevó a Manolo y hablé con el nuevo inquilino de la finca, que montaría un criadero de perros, para que se quedara con Paco, que disfrutaba enormemente nadando en el riachuelo que pasaba cerca, y con el compromiso de que yo lo sostendría económicamente mientras aparecía algún adoptante. Así fue durante dos semanas durante las que regresé por algunos enseres y siempre encontraba algún cachorro del criadero, muerto por moquillo.

Por obvias razones Paco ahora también vive conmigo pero esa es otra historia, la historia de Paco, el abuelo de la manada.

Un comentario en «Lola, la jefe de la manada»

Los comentarios están cerrados.